La única chef del mundo con seis Estrellas Michelín defiende el rol de la mujer en la cocina y aboga por creer en lo que haces para salir adelante. Motivadora y motivada, tiene claro que deben seguir trabajando y, aunque no exista, “luchar por la cuarta Estrella”. Es Carme Ruscalleda, una mujer afable, de pueblo, una cocinera mundial que ama a su tierra, de la que no se ha movido nunca. Siempre elegante, siempre agradable. Ejemplo.
Es uno más del pueblo. Entre casa y casa, y tienda y tienda, un restaurante tres Estrellas Michelín pasa desapercibido. Sólo el trajín de cocineros, camareros, personal de servicio y proveedores entrando y saliendo por la mañana y a media tarde te dice que en ese edificio mundanamente pintado de amarillo se elabora una de las mejores cocinas del mundo. Los viandantes saludan al portero o al personal que en ese momento esté en la puerta. “Somos un pueblo de pocos miles de habitantes. Nos conocemos todos, y Carme es nacida aquí”. Habla la responsable de administración. La propia chef lo ratifica después. Es maravilloso y sorprendente a ojos de extranjero. Esperas lujo y sofisticación, un pequeño Bulli perdido en un pueblo de la costa barcelonesa, pero encuentras una casa de finales del XIX perfectamente adaptada, sin señales exteriores y completamente integrada en el pueblo, ese Sant Pol de Mar que la chef ha puesto en el mapa internacional. Su pueblo. La emoción se refleja en la cara cuando se le comenta que es su abanderada. “Un orgullo”, dice. Carme Ruscalleda, una chef Estrella Michelín, una de las mejores del mundo, una chef con los pies en el suelo. Se agradece.
Dejamos atrás esa calle estrecha entre saludos y buenos días y nos adentramos en el restaurante. Una placa Relais&Chateaux y otra con el nombre de la chef indican que estás situado. Entras. Una mesa de billar y varios sillones te dan la bienvenida. También lo hace de boca una chica de sonrisa contagiosa. El Sant Pau es un restaurante gourmet y también una casa cómoda, un edificio de pueblo convenientemente adaptado al lujo. La madera y los tonos neutros te hacen sentir bien. Te adentras. Dos estancias contiguas albergan nueve mesas correctamente separadas. El Sant Pau siempre ha tenido ese número de mesas, normal ahora para un restaurante triestrellado, pero sorprendente en 1988 cuando abrió sus puertas. “Siempre hemos sido algo aventureros”, confirma la chef. Las mesas se distribuyen cuatro en la primera estancia, de colores más oscuros (rojo vino, dicen algunos), y cinco en la segunda, la más demandada, con vistas al jardín y al mar, y de tonos más mediterráneos. Tierra y mar. Carme Ruscalleda.
Encontramos a la chef atendiendo una entrevista por teléfono. Sabe que ser triestrellada comporta mucho más que fogones, pero no le hace ascos. “No es mi profesión pero me he acostumbrado. Incluso me gusta, porque no hago otra cosa que explicar mi pasión, hacer pedagogía de esa cultura que es la gastronomía”. Carme Ruscalleda es una chef hecha a si misma, con una cuidada educación fruto -dice- de una familia de pueblo de corazón. Nos recibe ya ataviada con la indumentaria propia de chef, y nos conduce al jardín que tanto quiere para hablar.
Con una base de piedras escogidas y salpicado de mesas, mesitas, sillas y cómodos sofás individuales de color blanco -mediterráneo también-, ese espacio de reflexión buscado por la chef es un oasis de tranquilidad. Los clientes, por cierto, también pueden disfrutarlo antes y después de la comida. Aquí se puede servir el café y las copas. Cuatro plataneros dan sombra a toda la estancia, y el paisaje típico de la costa norte de Barcelona, del Maresme, con las vías del tren como anticipo del mar, se divisa entre verjas centenarias. Parte de este jardín era el antiguo parking del restaurante, antes de que compraran la casa contigua, ganando espacio y un vergel que vale la pena visitar.
La cocina se debe entender sin introducción
Ver la cocina desde el jardín es toda una experiencia. Remodelada en el año 2000, cuando también se agrandó el comedor para ganar espacio entre mesas, aparece desde el jardín como un marco teatral donde filipinas blancas (las típicas batas de cocinero) deambulan con criterio entre morteros, licuadoras y sartenes; cocineros de varias nacionalidades, hombres y mujeres que saben lo que hacen. “Ante todo, somos un grupo humano, una familia a la que se debe cuidar y reorientar con argumentos cuando se equivoca”. Habla la chef.
El personal del Sant Pau supera ahora los 30 miembros. Cuando abrió, eran escasos ocho. “Hemos ido creciendo con constancia y mucha pasión, creyendo en lo que hacíamos”, dedicación que se palpa ahora en la cocina. Son profesionales jóvenes distribuidos a lo largo de una cocina sumamente pulcra. Una orquesta perfecta en la mejor ópera posible. Uno cortando queso, otro pelando berenjenas, otra sofriendo perejil para la pluma que espera en el menú… siempre mimando al producto, conservando su alma, su sabor… “porque si tienes que ir explicando demasiado la cocina al cliente… mal. La cocina es como la música, se entiende sin introducción. No necesita traducción. Gusta o no”. Lo dice la jefa, la directora de orquesta, la que no falta nunca a la sesión.
La precisión de movimientos de los cocineros en la cocina tiene paralelismo en los platos, trabajados al milímetro, al gramo. Mientras observamos a un cocinero medir con un metro especial el tamaño de la butifarra de conejo que se servirá en un mini plato del micro menú o a otro pesar el aceite exacto para la vinagreta que acompañará las vieiras, Carme nos explica el secreto. “La excelencia de ofrecer un plato perfecto -que la chef crea en su Cocina Estudio- empieza pensando el producto, dónde lo comprarás, cómo lo tratarás, cómo lo cocinarás… El proceso es muy largo y son muchas las manos que forman parte de él para que tú después encuentres ese mordisco delicioso. Por ello, todo el proceso está controlado y estudiado, con gente de confianza”.
A la chef catalana le encanta hablar de cocina, se le ve. Lo hace sin forzar, lo lleva dentro. “Vengo de una familia de pueblo, donde desde muy pequeña he tenido que ayudar en casa. Esa ha sido mi escuela, la de ver el producto día a día, conocer las estaciones y ver su evolución”. Estabilizada ahora con tres restaurantes y más Estrellas Michelín que ninguna otra chef (tres en el Sant Pau de Sant Pol de Mar, una en el de Tokio y dos más en el Moments, que comparte con su hijo en Barcelona), la trayectoria de esta trabajadora tenaz no ha sido un camino de rosas. Acostumbrada desde pequeña a ayudar con el ganado y la limpieza, acordó con su madre dejar los corrales para hacer la comida de toda la familia. “En la cocina era donde más me realizaba. Yo quería experimentar, y lo conseguía ahí, entre fogones”.
“Mi marido es el 50% del éxito”
En pocos años, sin escuelas hosteleras, transformó y diversificó lo que era el negocio familiar de venta de leche en una tienda delicatessen. Interactuó con sus vecinos, innovó en la España rural de los años 70 y empezó a jugar con el cerdo vendiendo butifarra de colores o con frutos secos. Echando la vista atrás, reconoce que “fuimos muy pioneros, queríamos hacer cosas nuevas y mi familia accedió. A esta libertad contribuyó mucho mi marido, figura fundamental en mi trayectoria”. Toni Balam es también de Sant Pol. Se conocieron de pequeños, compartieron pasión gastronómica (el poco dinero que tenían cuando eran novios lo dedicaban a bajar a Barcelona para comer en un buen restaurante) y se enfrascaron en dar la vuelta al negocio de la familia. “Queríamos ofrecer producto tratado y servirlo en el mismo sitio. Queríamos experimentar”.
Por azar o destino, cuando la pareja Balam-Ruscalleda logró juntar el dinero para la reforma de la tienda, el Hostal Sant Pau, un precioso edificio noble situado justo delante, se puso en venta. “Era mucha más inversión, pero nos ofrecía unas posibilidades que la tienda negaba. Toni no lo dudó. Si queríamos romper, teníamos que apostar”. Creyeron en el formato restaurante, comenzaron a trabajar producto marino y la historia respondió. Inauguraron en 1988 como tienda-restaurante, modelo que aguantó hasta 1996, cuando consiguió su segunda Estrella Michelín (la primera fue en 1991, sólo tres años después de abrir). A partir de ahí, situados en España y en el mundo, a volar gastronómicamente con reformas espaciales y evolución técnica, montando los platos en diez movimientos y no en tres como al principio, siempre con la vista en proximidad y coherentes a su filosofía de cocina catalana moderna, de huerto y de montaña. Catalana por ubicación, moderna por voluntad.
Carme Ruscalleda hace una pausa en su locución mientras observa la entrada de un proveedor. Saluda y retoma la conversación. “Son como de casa”. En esta historia fulgurante, los que han rodeado al matrimonio han resultado vitales. “Sin su complicidad y entendimiento esto no habría salido adelante”. Habla de proveedores, con los que siempre ha trabajado en el Maresme y que se permiten el lujo demandado de aconsejar qué producto plantar o qué pescado triar, y amigos, aquellos que le aconsejaron dejar en ese jardín que tanto ama sólo los plataneros que ya estaban y algunas plantas de la zona. “Todos formamos parte de la familia Sant Pau”.
“Han habido cocinas que han vetado a mujeres”
Esta hermandad se traslada a su staff. Mira hacia la cocina y señala las mujeres que en ella trabajan. “Ahora tengo 6 ó 7 pero siempre he tenido bastantes”. Eterno debate, el de la mujer en las cocinas profesionales, del que Carme no rehúsa hablar. “Es una profesión que te quita muchas horas, y necesitas tener las espaldas cubiertas. Compaginarla con tu vida familiar no es fácil. Debes tener a alguien detrás, y mucha voluntad. Yo, por suerte, he tenido a Toni”. Igualmente, también matiza, “han habido cocinas en las que se ha vetado a la mujer sólo por su sexo, para que no revolucionaran el gallinero. Yo no creo en ello”.
Junto a los hombres, todo el personal de cocina del Sant Pau forma un equipo motivado, que tienen en esa jefa de 50 y pocos años un líder y un amigo. “Intento ayudar, encaminar, corregir siempre con explicaciones. Las críticas sin criterio no sirven”. Actitud que trasladó al equipo cuando consiguieron la tercera Estrella. “No existe la cuarta, pero vamos a por ella, imaginémosla. No queremos haber hecho cumbre aún. Sigamos trabajando, sigamos ofreciendo emoción”. Y esa es la razón por la que este bonito restaurante ha conseguido situarse en la élite mundial y abrir una sucursal en Tokio, de la que la chef se siente especialmente orgullosa.
Una cocina «slow food» sin adoctrinamientos
Inaugurado en 2004, el Sant Pau nipón es simétrico gastronómicamente al de Sant Pol. Siguiendo la misma filosofía, se basa en esa cocina catalana moderna, de producto, cambiando algunos productos por simple distancia y conexión. “Trabajamos con productos de proximidad, y a Tokio no llegarían en buen estado muchos de los que aquí tenemos. Por eso solo enviamos jamón, aceite o embutidos. El resto de productos son de la zona, que además tiene un mar fantástico”.
Porque si hay un factor que ha primado en la cocina de esta chef catalana ha sido el respeto por el producto de temporada y la valoración de lo que se tiene alrededor. “El futuro de la cocina pasa por preservar el producto, no perder la identidad. La cocina debe ir hacia la calidad, hacia mantener los productos que hay y que no se pierdan. Sudamérica, por ejemplo, tiene productos locales excelentes, que dan identidad a su cocina. Su reto es mantenerlos y trabajarlos, como el nuestro es mantener vivo y limpio este mar, y los huertos y la montaña, para que nuestro discurso siga siendo coherente”. Un discurso de cocina ecológica, natural, muy vegetal y respetuosa, un discurso de cocina “slow food” -”aunque no quiero que se me catalogue en un grupo”-, que la chef ha abanderado en esas discusiones gastronómicas “que tanto bien hacen a la profesión”.
Ruscalleda es un genio de los que nace cada cierto tiempo, un genio con personalidad, con personalidad suficiente como para rechazar la participación en un certamen (el de mejor chef femenina del mundo) que le podía consagrar, más si cabe. “No me parece bien que premien en una misma noche al mejor restaurante (en el que se engloba el servicio de cocina, en sala, etc.) y también sólo a la mejor chef femenina. ¿Premiarán el año que viene al mejor chef negro? ¿O cojo? ¿Por qué se saca del contexto una mujer? Eso es mofarse de nosotras. Si en otra gala, en otra noche, se premia a las mujeres, perfecto, pero en ese contexto es denigrante. Y da igual si esto me penaliza en futuras listas. Soy libre y así seré”.
Los complementos de la sesión
Gran discusión que toca a su fin cuando Carme mira el reloj y comenta que es la hora de la comida de los cocineros, previa al servicio. La brisa marinera de ese jardín nos ha entretenido. Volvemos dentro y dejamos a la chef con los suyos. Subimos a la sala y, mientras miramos ese menú degustación exquisito, con aperitivos (micro menú, les llama Carme), platos de producto y petit fours para perderse, nos encontramos con Joan Lluis Gómez, el sumiller del restaurante, un joven con ganas de comunicar.
Es el encargado de la bodega del restaurante, donde antes se alojaba la cocina. Contiene más de 800 referencias de vinos de todo el mundo, con presencia masiva de caldos catalanes. “La gente que viene quiere descubrir la esencia de aquí, la esencia de los productos de la tierra de Carme. Los vinos deben ir en sintonía”, explica. El maridaje, con un vino para cada entrante, plato y postre (un total de diez en el menú), se acompaña –si el cliente lo desea- de una pequeña explicación. “Hay gente que te pregunta y otro que no. Yo dejo que prueben y después, si toca, les explico”. Simple y compleja pedagogía complementaria.
Comentan camareros y personal de servicio que Carme siempre está dispuesta. “Ha faltado al servicio quizá en tres ocasiones desde que empezó el restaurante. Le gusta departir”, indican. Con los de casa, saluda, aconseja, ordena y opina; con los clientes, interactúa. “El feedback y la sonrisa siempre son importantes”, interrumpe riendo la chef. “Hora del servicio”. Es Carme Ruscalleda, la única chef con cinco estrellas Michelín.
Mola mogollón